Del libro de Isaías 63,16b-17.19b; 64,2b-7

Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es “Nuestro redentor”. Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema? Vuélvete, por amor a tus siervos y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia! Bajaste, y los montes se derritieron con tu presencia. Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él. Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos. Estabas airado, y nosotros fracasamos: aparta nuestras culpas, y seremos salvos. Todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento. Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas en poder de nuestra culpa. Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obras de tu mano.

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Visto lo visto, la historia humana cerrada sobre ella misma,
habiendo expulsado a Dios de ella,
es incapaz de encontrar un camino común
en el que la justicia, la paz y el amor lleguen a ser una realidad para todos.

El hombre no se considera hermano porque desconoce o no reconoce al Padre.

Nos creemos el principio y fin de todo y, como no lo somos,
terminamos fracasando en los muchos intentos
por hacer un mundo mejor para todos.

Necesitamos que el horizonte se abra y Dios se adentre
en nuestros planteamientos
para que el bien y la verdad hagan posible el amor como forma de vida.

Israel clamaba en su malograda espera:

¡Ojalá se abriese el cielo y bajases!

La humanidad entera desea que el cielo se abra
y haga de la tierra lugar de encuentro,
y el hombre alcance la felicidad perdida.

Ante la desazón en la que vivimos,
el pueblo sencillo vuelto a Dios no deja de gritar:
Que venga Dios y nos salve.

Es un deseo intenso, prolongado.
Viene desde muy lejos y brota desde muy adentro.
Incluso es un deseo exagerado.
Que baje Dios de su cielo para salvar al hombre encadenado a la tierra.

Algunos pueden pensar que este deseo es inútil.
Que no hay más salvación que la que el hombre logra con sus avances, su ciencia y su técnica.
Que el hombre está llamado a salvarse él solo, si aprovecha bien los medios puestos a su alcance.

Sin embargo la realidad es terca y nos muestra la verdad.
El hombre necesita ser arrancado de su finitud.
Ahí están vigentes:
Guerras, hambre, enfermedades, odios religiosos, nuevas esclavitudes…

Pero quienes creemos que Dios viene a salvarnos.
Sabemos que no lo hará desde arriba,
ni desde fuera,
sino desde abajo y desde dentro.

El cielo se nos abrirá para siempre gracias a la encarnación de Jesucristo,
Dios haciéndose hombre rescatará al hombre para siempre.

Hoy, como ayer gritamos:
Ojalá bajases, porque, también en nuestro mundo de ricos,
el amor sin ti se nos queda pequeño
y nuestras luchas continúan.

Ojalá bajases porque necesitamos verte,
contemplarte, bañarnos en tu presencia
para  pensar como tu, vivir como tu, hacernos como tu

“He buscado al amado de mi alma (Ct 3,1).

Encontrar al Amado es nuestra razón de ser.
La vida no tiene sentido fuera del amor.

“La vida del hombre es ver a Dios (S Ireneo) de manera participativa.”

Por eso si Dios viene,
no es para apabullarnos y corregirnos,
sino para manifestarnos su amor.

Al comienzo del Adviento sabemos que:

Si Dios nos habla,
no es tanto para enseñarnos,
cuanto para decirnos su amor.

Si Dios se queda siempre con nosotros,
no es para que le demos culto,
sino para que crezcamos en el amor.

Por ello le pedimos:
Ven Señor para que te conozcamos mejor y te queramos más.
Ven para que descubramos tus entrañas y  penetremos en tu corazón.
Ven para que nos acostumbremos a ser como tu eres, y
vivamos como tu vives.

Sólo así el mundo será hogar común, casa de todos, lugar de encuentro.
Y todos podremos llamarte, sin mentir, Padre.