Del evangelio de san Juan 20,19-23

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en su casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros.” Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envió yo.” Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.”

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Pentecostés nos lleva a recordar la historia de nuestra experiencia colectiva.

Cuando los hombres tratan de escalar el cielo y
conquistar la Vida sin Dios, terminan dispersándose.

La experiencia nos dice que no son capaces de ponerse de acuerdo
ni en el lenguaje, ni en el mensaje.
Babel nos recuerda ese momento en el que la dispersión
cierra un camino común y el bien se parcializa
en base a los intereses de cada facción.

Según nos dicen las Escrituras Santas,
el hombre después de rechazar vivir con Dios,
abandona el hogar-paterno y
sin otros límites que la voluntad propia,
termina asesinando al hermano.

Fuera de los lazos del amor,
la convivencia se torna en proyecto calculado,
frágil y con fecha de caducidad.

Pero Dios, fiel a su amor primero,
abrirá un nuevo camino hasta restablecer
la unidad perdida y el hogar común.

El hombre perdido y disperso
se encontrará un día visitado por Dios.

Jesús, el Hijo de Dios, con su vida
rescatará la Vida hipotecada por el desamor primero
y abrirá el camino al Espíritu Divino,
para que todos los hombres,
de todos los tiempos, en todos los lugares,
vuelvan a verse como hermanos.

Hoy podemos decir que la travesía
desde la primera hora ha sido larga y dolorosa.

Por fin, hasta el miedo ha sido vencido.

El Espíritu ha puesto en pie a los amigos del Señor,
que sin temor proclaman su soberanía
apoyada en la Cruz vivificadora y en la obediencia filial.

Nos cuenta san Juan, que aquel encuentro de Jesús con sus amigos
fue al anochecer del primer día de la semana.
Momento en el que las sombras amenazan con impedir ver
más allá de lo inmediato y
como a los discípulos de Emaús bloquean el corazón
para ver desde el amor, cuando Jesús se acercó a ellos
teniendo aún las puertas cerradas
-¿acaso las del corazón que espera?-
para alentarles con su mismo Aliento y
legarles la paz que nace en los que son poseídos y
poseen su mismo Espíritu.

Liberados de las sombras de muerte que pesan sobre ellos,
pacificados en lo más hondo de sí le reconocen como el crucificado.
La Resurrección no ha borrado sus señas de identidad.
El Resucitado es el Crucificado que está entre ellos
para cumplir su promesa y hacer posible
que el designio del Padre alcance su pleno cumplimiento.
“Con el mismo amor que el Padre me ha enviado,
así también os envió yo”.
“Paz a vosotros, no tengáis miedo, recibid el Espíritu Santo”

Ha llegado la hora en la que se prolongue la Hora del Señor y
sane a todo hombre que busque ser sanado.

Por ello, exhaló su aliento sobre ellos como fuente de vida
para que a su vez lo comuniquen a todos los demás.
El Espíritu Santo entra en ellos para salir de ellos y
sanar regenerando el corazón de la nueva humanidad
nacida de la Cruz Vivificante y vivificadora.