Del evangelio de Lucas 21,20-28

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuando veáis a Jerusalén sitiada por ejércitos, sabed que está cerca su destrucción. Entonces, los que estén en Judea, que huyan a la sierra; los que estén en la ciudad, que se alejen; los que estén en el campo, que no entren en la ciudad; porque serán días de venganza en que se cumplirá todo lo que está escrito. ¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! Porque habrá angustia tremenda en esta tierra y un castigo para este pueblo. Caerán a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones, Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que a los gentiles les llegue su hora.

Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación.”

 

RESPUESTA A LA PALABRA

San Lucas emplea un lenguaje apocalíptico
para adentrarnos en el misterio del Final del Tiempo.

Señales destructivas que anteceden un nuevo orden
en el que el bien, la verdad y la belleza, serán por fin
una realidad sin sombras.

Pero de todo el texto, lo que interesa destacar
son las última palabras de Jesús:

“Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación.”

Jesús, el Cristo,
rechazado por la demencia de una humanidad,
envuelta en el orgullo, la soberbia,
buscadora del bien parcial de unos pocos,
injusta y sin piedad para la mayoría,
viene con el poder y la majestad de Dios.

No el poder hambriento de venganza,
sino con la fuerza de un amor acrisolado
en la Cruz y en la Resurrección.
Aquel que se despojó de sí mismo, para entregarse a nosotros
hasta bajar y compartir nuestros infiernos,
por fin, viene con el poder del que se despojara primero,
trayendo consigo la gracia que nos
despoja de nuestros pecados.

Lo que se apunta para ese momento final,
se da ya en la realidad personal de cada uno de nosotros.
Para el cristiano, la vida tiene un sentido trascendente
que no se logra hasta el momento final de la misma.

La peripecia vital del cristiano se mueve en la tensión
de lo ya recibido y lo que está por venir.

Muchas veces, buscando una falsa seguridad,
nos aferramos a las cosas, olvidándonos de que todo,
por muy valioso que sea,
y lo es en demasía aquello que procede del amor,
está tocado por la muerte.

¿Quién a lo largo de su vida no se ha visto enfrentado
a una realidad no querida,
en la que todo el entramado del mundo creado por sí y para sí,
se le ha venido abajo?.

Se nos cae el cielo encima y la tierra se nos abre bajo los pies.
La estabilidad emocional en la que vivíamos salta por los aires y
la angustia se convierte en nuestra compañera.
Entonces debemos mirar al que viene, al Señor, 
y escuchar sus palabras:
Que la paz renazca de nuevo en tu corazón,
porque Yo he vencido a la muerte.
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados.
Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación.