Un airecillo procedente del este
mueve la copa de los árboles.
Los tímidos rayos
de la luna creciente
flotan sobre ellos. y
se cuelan hasta la estancia
en la que estoy
acompañado de mis recuerdos
de muchacho
cuando empezara a gustar la vida
que la naturaleza me regalara.

En la esquina de mi cuarto
tiembla el rostro de un icono
de Jesús del Perdón,
imagen muy  querida,
a la que estoy vinculado
desde mi primera infancia
siguiendo los pasos de mi padre.

Si lo pienso, enseguida  percibo,
colmado de agradecimiento a él,
aquella experiencia temprana,
de su mirada tierna y varonil
dirigida a quien como yo
lo contempla con el corazón.

A mi padre le debo esta gracia
de la oración contemplativa,
pues desde muy pequeño
me llevaba a su ermita
en la que pasábamos largos ratos,
él, rezando no se que
y yo sentado a su lado, en silencio,
sin hacer nada
porque aún no había
aprendido a rezar.

Mi estar sentado
en el banco junto a él,
balanceando los pies,
que aún no me llegaban al suelo,
observar a mi padre y
mirar complacido el rostro hermoso,
de la imagen de Jesús del Perdón
era todo lo que en aquellos momento
sabía hacer y lo que ahora hago mejor.
Después he comprendido
que aquellos momentos fueron iniciáticos
de una vida de piedad religiosa
centrada en la contemplación.