Del evangelio de san Mateo 8,1-4

En aquel tiempo, al bajar Jesús del monte, lo siguió mucha gente. En esto, se le acercó un leproso, se arrodilló y le dijo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme.” Extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Quiero, queda limpio.” Y en seguida quedó limpio de la lepra. Jesús le dijo: “No se lo digas a nadie, pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y entrega la ofrenda que mandó Moisés.”

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Que Jesús tenga poder para curar, para intervenir y rehacer
la historia personal de cada hombre, no cabe duda.
Lo que asombra es ese punto en el que Jesús
se condiciona a nosotros.
Es como si nos dijera:
“Estoy dispuesto a llegar hasta donde me pidáis,
pero siempre y cuando lo queráis de verdad.”

Jesús nos pide que confiemos plenamente en su persona,
que renunciemos a apoyarnos en nuestras solas fuerzas y
acojamos libremente su amor misericordioso,
que va más allá de nuestras previsiones.

En este pasaje, san Mateo nos habla de la curación de un leproso.
Enfermedad temible, entonces, que convertía al enfermo
en un excluido de la sociedad, también de la Sinagoga.
Motivo por el cual el leproso curado debía ser reconocido por el sacerdote.

Este pasaje nos da pie para pensar en esa otra lepra invisible
que carcome, no la carne, sino la vida personal de cada uno y
que, si no cura, le lleva a la peor de las muertes.

Hablamos del pecado, realidad que sólo Dios puede curar y
al que debemos acudir con plena confianza si queremos ser curados.

La fe en el Señor, que ha muerto y ha resucitado por nosotros,
restaura nuestra naturaleza enferma,
pero nos pide que esa confianza en su bondad que nos cura,
nos lleve también al sacerdote para que sacramentalmente
nos introduzca en la comunión plena de la Iglesia.