Del profeta Jeremías 20,10-13

Oía el cuchicheo de la gente: «Pavor en torno; delatadlo, vamos a delatarlo.» Mis amigos acechaban mi traspié: «A ver si se deja seducir, y lo abatiremos, lo cogeremos y nos vengaremos de él.» Pero el Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo. Se avergonzarán de su fracaso con sonrojo eterno que no se olvidará. Señor de los ejércitos, que examinas al justo y sondeas lo íntimo del corazón, que yo vea la venganza que tomas de ellos, porque a ti encomendé mi causa. Cantad al Señor, alabad al Señor, que libró la vida del pobre de manos de los impíos.

 

RESPUESTA A LA PALABRA

Conviene leer este texto desde el inicio del capítulo veinte
para ver la magnitud de la confesión de Jeremías.
El profeta se ve en una situación
que nunca hubiera elegido por sí mismo y
que llega a superar sus fuerzas.

En un momento, no sólo se queja a Dios de su suerte,
sino que dice arrepentirse de haberle escuchado y
se niega a seguir hablando de Él.

La angustia de Jeremías procede del rechazo
al que se ve sometido por el pueblo,
hasta la humillación de negarle el derecho
a desempeñar la misión, poco agradable,
que Dios le ha encomendado
de denunciar su infidelidad y su dureza de corazón.

Si embargo, su esperanza no se rompe
a pesar de su fragilidad frente a un enemigo
que le causa un pavor extremo.

Sabe de los planes malignos de su enemigo,
pero sabe también del amor de Dios que le acompaña.

 “El Señor está conmigo, como fuerte soldado”.  

La oración de Jeremías se eleva
sobre las circunstancias que vive y
se une a la de los grandes orantes del Antiguo Israel.

Como el autor del salmo 26  confiesa:

“El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar?
Cuando me asaltan los malvados
para devorar mi carne,
ellos, enemigos y adversarios,
tropiezan y caen.
Si un ejército acampa contra mí,
mi corazón no tiembla;
si me declaran la guerra,
me siento tranquilo.”

Y con el orante del salmo 55 llega a suplicar: “

Misericordia, Dios mío, que me hostigan,
me atacan y me acosan todo el día;
todo el día me hostigan mis enemigos,
me atacan en masa.
Levántate en el día terrible,
yo confío en ti.
En Dios, cuya promesa alabo,
en Dios confío y no temo:
¿qué podrá hacerme un mortal?
Todos los días discuten y planean
pensando sólo en mi daño;
buscan un sitio para espiarme,
acechan mis pasos y atentan contra mi vida.
Anota en tu libro mi vida errante,
recoge mis lágrimas en tu orbe, Dios mío.
Que retrocedan mis enemigos cuando te invoco,
y así sabré que eres mi Dios.
En Dios, cuya promesa alabo,
en el Señor, cuya promesa alabo,
en Dios confío y no temo;
¿qué podrá hacerme un hombre?

Y terminar su súplicas con las palabras de David (salmo 17)

Viva el Señor, bendita sea mi Roca,
sea ensalzado mi Dios y Salvador:
el Dios que me dio el desquite
y me sometió los pueblos;
que me libró de mis enemigos,
me levantó sobre los que resistían
y me salvó del hombre cruel.
Por eso te daré gracias entre las naciones, Señor,
y tañeré en honor de tu nombre:
tu diste gran victoria a tu rey,
tuviste misericordia de tu Ungido,
de David y su linaje por siempre.