Mediados de julio, y el verano
se ha instalado entre nosotros.
El paisaje urbano ha cambiado.
Durante el día las calles
se convierten en lugar de paso.
Vamos a lo que vamos y
cuanto antes acabemos mejor.

A la caída de la tarde ya es otra cosa.
Las terrazas se convierten
en lugares de encuentro
para amigos y conocidos.
La frase más repetida
es la que hace alusión
al calor que hace,
como si no fuera normal que lo haga
por el tiempo en el que estamos.
Acomodados en los sillones,
pasamos enseguida a hablar de los lugares
a donde pensamos ir y
de los proyecto hechos
para consumir esos días,
que deberían ser para descansar
cuerpo y alma en un clima de amistad
que regenere el desgaste ocasionado
en nosotros
por esta sociedad que nos consume.

Hablo de consumir porque hoy,
Desafortunadamente,
todo es consumo
y así consumimos nuestra vida
mientras consumimos aquello
que otros han pensado por nosotros y
para nosotros,
también para los días libres de hipotecas
por la necesidad de vivir
en una sociedad determinada.

La sensación que se da en estos días
es la necesidad de huir de la ciudad,
romper con el vivir diario
y descansar,
aunque después de todo
es lo que menos se hace,
diciéndose
que ya tendremos el invierno para ello.

Este rato de terraza,
no se aprecia suficientemente.
El trato amigable,
la conversación desenfadada,
El vaso de cristal en el que tintinean
los hielos que enfrían el refresco.
El no contar el tiempo horario,
puede ser un hermoso prólogo
para unas auténticas vacaciones
sin necesidad de ir a explorar otros sitios.
La convivencia gratuita con los amigos,
el entrar en el corazón de uno mismo
reconociéndose dichoso,
el dejar que los acontecimientos sencillos,
vividos por los otros, tomen nuestro corazón
pueden ser la urdimbre perfecta
para un tiempo de auténtico descanso.